martes, diciembre 5

El concepto de élite

Decía un gran pensador universal del siglo XX que el mundo evoluciona desde la calidad hacia la cantidad, y que ahora nos hallamos instalados en el Reino de la Cantidad, apurando el fondo de la copa, dando vida a todas aquellas posibilidades que, por serlo, deben manifestarse antes de que el ánfora del tiempo se vacíe.

Y las posibilidades del fondo de la copa son, en gran medida, las de la perversión, porque en cierto modo la cantidad no es sólo la antítesis de la calidad, sino también su perversión.

Todas las ideas se pervierten al llegar al fondo de la copa. La igualdad se convierte en sombría uniformidad; la tolerancia deviene indiferencia ante el error; se llama libertad a la falta de respeto y la fraternidad adquiere connotaciones de complicidad. El sentimentalismo se apropia de la espiritualidad, y la capacidad de relación del hombre con el mundo queda limitada al alcance de sus cinco sentidos. La razón, desconectada del Intelecto, es como un ganso decapitado que corre en círculos, todavía con vida pero ya muerto.

Y en esta danza final del ganso decapitado, también el concepto de élite se ha pervertido. Y esto es algo que no nos puede dejar indiferentes, puesto que pretendemos ser una élite. Y tal ha sido la perversión de este concepto, que habrá entre nosotros quien se sentirá violentado ante su sola mención, quien experimentará un íntimo sobrecogimiento de repulsión ante el mero sonido de esta palabra.

Y tal sobrecogimiento puede obedecer a dos motivos: a que quien lo experimente se halle de tal modo minado por la uniformidad, que su mundo se haya convertido en plano, que haya perdido de vista el Orden jerárquico del Universo, rebelándose su mente contra cualquier reminiscencia de este Orden, como el animal herido se revuelve contra quien se acerca a socorrerlo. O bien, en el mejor de los casos, a que el alma, sin haber olvidado la naturaleza de las cosas, no puede evitar manifestar su repulsión por el mal uso que hace el hombre de los dones que le han sido concedidos y, concretamente, por aquello en lo que el hombre ha convertido el concepto de élite.

En el primer caso, sería bueno que tal persona se plantease íntimamente qué sentido tiene vivir en tal contradicción, aborreciendo el Orden y pretendiendo al mismo tiempo formar parte de una de sus manifestaciones.

En el segundo caso, puede ser de provecho profundizar en la reflexión sobre el abismo que existe entre una idea y su perversión.

La idea de élite nos sugiere hoy, en una primera aproximación, el concepto de poder: poder económico, poder político o ambos entremezclados. Y este poder conlleva posesión y disfrute de una sobreabundancia de bienes materiales. La élite, según este concepto pervertido, está formada por aquellos que poseen y disfrutan de más y mejores bienes, como consecuencia del poder que ostentan.

Sin embargo, la única y legítima élite natural es la de orden intelectual. E incluso aquí ha llegado el poder de perversión del Reino de la Cantidad, puesto que incluso los que aceptan tal premisa caen frecuentemente en el error de confundir el intelecto con minúscula, el ámbito de la razón humana, del ego individual, con el Intelecto con mayúscula, puro y transpersonal, que no pertenece a ningún individuo y del que nadie puede apropiarse, que permite tan sólo a quien se acerque a él con suficiente humildad como para estar dispuesto a diluir su individualidad, participar de él en alguna medida.

El Intelecto no es un atributo humano, sino aquello en el límite del hombre, en su fondo más secreto, que lo ata a lo Universal.

Se da también, por consiguiente, otra pseudo-élite, y tal vez ésta más peligrosa que la perversión grosera del poder y la posesión. Es la pseudo-élite de aquellos que, aceptando la premisa de que toda élite real es de orden intelectual, conciben el Intelecto como una propiedad individual, como algo a lo que el individuo tiene acceso por mérito propio y de lo cual se puede apropiar. Esta forma de concebir el Intelecto lleva inevitablemente al orgullo, que es la peor perversión y la máxima expresión de separatividad entre el ego y su Principio, el origen de todo mal.

Una pseudo-élite intelectual de estas características lleva la marca de la negación, del “non serviam” orgulloso del ángel caído, y personifica la obra magistral del Gran Negador.

Más nos valiera en este caso ser ignorantes y humildes, acomodarnos a la fe sencilla y limitarnos a hacer el bien según los Mandamientos, pues así no propagaríamos la obra de inversión en que pueden convertirse nuestros templos si dejamos que tal cosa suceda.

Tenemos en nuestras manos un instrumento poderoso, y todo instrumento poderoso es un arma de doble filo: bien usado, da la vida; mal usado, es causa de muerte.

Se dice, hablando de la virtud, que es su carencia lo único que pertenece al hombre, siendo la virtud en sí un atributo divino del cual al hombre le es dado participar. El virtuoso, por tanto, no debe considerarse poseedor de virtud alguna, sino únicamente aliviado de su carencia por la Misericordia Divina. Por ello, el hombre virtuoso es necesariamente humilde y, en su humildad, expande la obra de la Misericordia.

Lo mismo cabe decir del Conocimiento. Sólo pertenece al hombre la ignorancia, de la que puede verse aliviado e incluso rescatado por la Providencia Divina y por su actitud de aceptación y adecuación a tal Providencia.

El hombre falsamente intelectual se siente superior a los demás, se siente poseedor de algo de lo que los demás carecen. Desprecia al humilde, menosprecia la fe sencilla que busca acomodo en la Iglesia y en el cumplimiento de la Ley. Se siente dispensado de obligaciones tales como la oración y la participación en los ritos comunes de los fieles, y expande su mal entre las mentes débiles que tienden a la autocomplacencia.

Se convierte, por tanto, en aliado objetivo de la obra de perversión que aleja al hombre de su Destino.

¿En qué clase de élite nos estamos convirtiendo? ¿En la única que puede legítimamente usar tal nombre, basada en la conformidad con la obra de la Misericordia Divina que alivia nuestra ignorancia, o tal vez en la que se apropia indebidamente de ese nombre para propagar la obra de inversión del Reino de la Cantidad?

¿Qué estamos haciendo con nuestra Orden? ¿Por qué camino la estamos conduciendo? ¿Hacia qué meta guiamos a los que se nos unen y depositan en nosotros su confianza? ¿Merecemos tal confianza?

Son preguntas que cada uno debe contestarse en su intimidad, tras considerar si el peso de los fastos y oropeles no ahoga el mensaje sencillo y al tiempo grandioso que pretendemos transmitir.

Si la respuesta que encontramos en el fondo de nuestro corazón está lejos de satisfacernos, tal vez sería útil que cada uno de nosotros fortaleciese su fe y su entendimiento a través de los medios que han sido puestos a nuestro alcance -la oración, la sagrada liturgia y el cumplimiento de la Ley-, antes de volver a encaminarnos por sendas que requieren fortaleza en la fe y en el entendimiento. Si no lo hiciésemos, estaríamos engañándonos a nosotros mismos y a los que pretendemos guiar, como hermanos mayores, por tal camino.